DONDE LAS PAPAS QUEMAN

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Dejé la «mise en place» para compartir mis impresiones, pero no la cuchara.

por Elio Gabalo

¿CONEJO? Al horno.
La voy a hacer corta, como esta semana con feriado doble. Me peleé con mis hermanos y cuñadas porque me dijeron amargado, después que les nombrará un racimo de observaciones contra el conejito de Pascua. Observaciones que —obvio— había escrito una noche desvelado, esperando la ocasión perfecta para esgrimirlas. Hasta que, léase con esa voz grave de Rojo Fama Contra Fama, “llegó el momento”. Fue exactamente el sábado pasado, en pleno pasillo del supermercado. Mi posición era que no deberían comprarles ni esconderle los huevitos de chocolate a sus críos, porque hacerlo era subestimar su capacidad de raciocinio y acostumbrarlos a una tradición capitalista que no venera “el verdadero sentido del Domingo de Resurrección”. Les decía que esta mentira podría resultar muy confusa para mis sobrinos, al pensar que un mamífero de orejas largas podría poner huevos como las gallinas. Me respondía que “filo el conejo”, lo hacían por el chocolate y el asunto de buscarlos. Es que ahí tenía otro tema, por supuesto que anotado en mi nota de observaciones. Y es que este roedor ficticio era una forma más de comercialización de la Semana Santa que aparte de no tener sentido podía generarles comportamientos negativos a los menores, fomentándoles la idea de que sólo los ganadores (quienes encuentran los huevos) merecen una recompensa. Y ni hablar de ese chocolate. Grandes y pequeños. Huecos y macizos. Con o sin sorpresa. Todos altos en azúcares, grasas saturadas y calorías, que lo único bueno que tienen es que ya sacaron al conejo del envoltorio. No por obra y gracia del Espíritu Santo, sino más bien por una legislación que data desde 2016. ¿A dónde se habrá ido ese conejo tan simpático y rimbombante? Desconozco esa parte del mito, pero tengo una sugerencia: a una sartén con aceite de oliva a fuego medio, y después a una bandeja para hornear. Acurrúquelo entre cebollitas, zanahoria, apio y ajo; mientras lo baña con una mezcla de vino tinto, caldo de pollo, tomillo y hojas de laurel. Noventa minutos y voilá. No tan santo… pero tampoco amargo.

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